Toby y la Jirafita Bajita

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En un rincón tranquilo de la gran sabana, donde el viento movía la hierba dorada como si fuera un mar infinito, vivía Toby, un pequeño perro de pelaje marrón y ojos claros y curiosos. A Toby le encantaba caminar todas las mañanas para descubrir algo nuevo. Siempre encontraba un sonido, un aroma, una huella o un detalle que nadie más había notado. Esa mañana, sin embargo, encontró algo distinto: algo triste.

Toby y la Jirafita Bajita

Mientras caminaba cerca de un grupo de árboles altos, escuchó un sollozo suave, casi como el gemido del viento, pero con un temblor que delataba pena real. Toby detuvo sus patitas, ladeó la cabeza, y aguzó sus oídos. Otro sollozo. No venía del cielo, ni de arriba en los árboles, sino… del suelo.

—¿Hola? —preguntó con su voz dulce—. ¿Quién está llorando?

Los matorrales vibraron un poquito y de entre ellos salió una pequeña cabeza amarilla con grandes ojos húmedos. Era una jirafa bebé, con manchas redondas y suaves como pinceladas de caramelo. Su cuello, a diferencia del de su mamá, era muy cortito, apenas lo suficiente para asomar por encima de los arbustos.

—Soy yo… —dijo la jirafita con voz temblorosa—. Soy Lía…

Toby se acercó despacio, con su típica expresión llena de ternura.

—Hola, Lía. ¿Por qué lloras? ¿Te hiciste daño?

—No… —respondió ella, y sus pestañas largas volvieron a humedecerse—. Es… es mi cuello. Es demasiado corto. Todas las jirafas pueden alcanzar las hojas altas… menos yo.

Toby se sentó frente a ella, moviendo su cola con suavidad.

—Cuéntame qué pasó.

Lía suspiró profundamente y miró hacia arriba, donde las hojas brillaban verdes y jugosas bajo el sol.

—Esta mañana, toda mi familia desayunó hojas tiernas de lo más alto del árbol grande. Todos estiraban sus cuellos tan largos y elegantes… y yo… yo apenas si puedo ver las ramas bajas. Intenté y lo intenté, pero mis patitas se levantaron del suelo y casi me caigo. Mi mamá me dio hojas bajitas, pero no eran tan deliciosas ni brillantes como las hojas altas. Y… y todos me miraron con pena. Yo no quiero que me miren así.

Dos lágrimas rodaron por su mejilla.

Toby sintió un pinchacito en el corazón. Sabía que ese sentimiento era importante, el que llega cuando alguien no se siente suficiente.

—Lía —dijo Toby despacito—, todos somos diferentes. A veces pensamos que nuestros talentos no sirven… pero solo porque no los hemos descubierto.

La jirafita parpadeó y ladeó un poco la cabeza.

—¿Talentos…? ¿Cómo cuál? Si no puedo ni alcanzar hojas altas…

—Acompáñame —dijo Toby levantándose—. Quiero mostrarte algo.

Lía lo siguió con pasos torpes pero llenos de curiosidad. Mientras caminaban, el sol acariciaba su lomo manchado y hacía que pareciera sembrada de estrellas doradas. Toby avanzó hasta una zona llena de flores pequeñas, de pétalos rosados y lilas, tan delicadas que parecían susurrar cuando el viento las tocaba.

—¿Ves esto? —preguntó él.

Lía bajó su cabecita y abrió sus ojos sorprendidos.

El suelo era un festival de colores. Había flores que parecían botones, otras que parecían mini soles, y algunas que olían a miel recién hecha. Toby metió su nariz entre los pétalos y respiró hondo.

—El aire aquí huele maravilloso —dijo Toby—. ¿Lo hueles?

Lía también inhaló.

Su rostro cambió. El brillo en sus ojos era nuevo, como si acabara de descubrir un tesoro escondido.

—¡Huelen… tan bonitas! —exclamó con voz suave pero emocionada.

—Exacto —dijo Toby moviendo la cola—. ¿Sabes quién no puede oler estas flores desde el suelo? Las jirafas grandes. Están tan arriba que solo ven hojas verdes. No alcanzan a ver este mundo pequeñito, lleno de detalles hermosos. Tú, Lía… tú puedes.

La jirafita abrió sus ojos aún más.

—¿De… verdad?

—Sí —respondió Toby—. Tu cuello es perfecto para descubrir cosas que otros ni siquiera pueden imaginar. Ven, mira más de cerca.

Lía acercó su nariz, sintió el cosquilleo de los pétalos y se dio cuenta de algo que nunca había notado: había pequeñas mariposas del tamaño de una uña escondiéndose entre las flores, y algunas abejitas diminutas cantaban como cuerdas de violín cada vez que una flor nueva abría sus pétalos.

—¡Toby! —gritó Lía con una mezcla de sorpresa y alegría—. ¡Hay tantas cosas aquí abajo! Y… y huelen increíble. ¡Y brillan con el sol!

Toby asentía feliz.

—Eso es lo que quiero que veas, Lía. Tú puedes explorar un mundo que otros no ven. Tus ojos, tu nariz, tu altura… te permiten disfrutar de cosas especiales.

Lía se quedó unos segundos en silencio, moviendo la cola corta que tenía y mirando cada rincón del suelo lleno de vida.

—Nunca… nunca pensé en eso —admitió con una sonrisa tímida.

—Y hay más —continuó Toby señalando con la patita—. Mira esa piedra plana. Súbete.

Lía subió con cuidado. Desde allí, su cuello llegaba justo a las ramas bajas del árbol.

—¿Ves? Puedes comer estas hojas —dijo Toby—. Y son tan buenas como las de arriba. Solo necesitas descubrir cómo llegar a ellas a tu manera.

Lía mordió una hoja. Era deliciosa. Sus ojos brillaron.

—¡Es verdad! —dijo—. ¡Toby, puedo comerlas! ¡Puedo hacerlo!

Toby rio bajito.

—Claro que puedes. Y mientras creces, tu cuello también crecerá. Un día alcanzarás las hojas altas… pero aún así seguirás teniendo un talento que nadie más tiene: descubrir la belleza del suelo.

La jirafita bajó la mirada emocionada.

—Gracias, Toby —susurró—. Me siento… especial.

—Porque lo eres —respondió él.

De pronto, se escuchó un llamado a lo lejos.

—¡Líaaa! —Era la voz de su mamá, una jirafa elegante de cuello larguísimo que sobresalía sobre la hierba como una torre amable.

La mamá se acercó, preocupada, y Lía corrió hacia ella.

—Mamá, mamá, mira lo que encontré —dijo Lía—. Hay flores hermosas aquí abajo. ¡Yo puedo verlas mejor que nadie! ¡Y Toby me enseñó!

La mamá jirafa sonrió cálidamente.

—Mi pequeña exploradora —dijo—. Sabía que encontrarías tus propios caminos.

Toby observaba desde atrás, moviendo la cola, lleno de satisfacción. Amaba ese momento: el instante en que alguien descubría su valor.

Lía se volvió hacia él.

—Toby, ¿vendrás mañana para explorar más flores conmigo?

—Por supuesto —respondió él—. Me encantaría.

Lía levantó su cabecita con orgullo por primera vez.

—Creo que ser bajita… está bien.

—No solo está bien —añadió Toby—. Es perfecto, porque es lo que te hace tú.

El sol descendía, pintando la sabana de naranja y oro. Lía y su mamá regresaron a su grupo, y Toby siguió su camino, sintiendo el corazón calentito.

Cada ser, grande o pequeño, alto o bajito, tenía un talento único. Y ese día, Lía lo había descubierto.

Y Toby estaba listo para ayudar al siguiente amigo que lo necesitara.